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Desde tiempos ancestrales, los humanos hemos buscado una protección tanto a nivel personal como colectivo. Una protección centrada en un intento de asegurar un favor especial que esperamos pueda provenir de un mundo misterioso que desconocemos, que solo lo intuimos, pero abrigamos la certeza, o mejor la esperanza, de que puede aportarnos amparo y seguridad. Esta realidad va ligada casi siempre al sentimiento religioso, ya muy arraigado en los pueblos antiguos, y con un desarrollo acorde con su nivel cultural.
Como ejemplo y sin ninguna pretensión de agotar el tema, y menos en sus inicios, podemos afirmar que ya en la cultura egipcia, con una religión politeísta practicada desde centurias antes de nuestra era, los dioses se concretaban en distintos personajes, cada uno con su carácter dependiendo de su campo de actuación, y encarnaban unos atributos que les daban personalidad. Estas divinidades con representaciones mixtas de hombres con cabezas de distintos animales son protagonistas de mitos que pretenden explicar los misterios con los que el hombre se enfrenta, tales como la creación del mundo, la aparición de la humanidad, la eterna lucha entre el bien y el mal, y la realidad incomprensible de la muerte.